Smiles for flashes + priv.

La copa de vino blanco sobre la mesa, suavemente, mientras sonríe con la misma suavidad. Le suelen las mejillas de llevar puesta aquella expresión de condescendencia, aunque en realidad esté deseando mandarlo a todos al infierno. Infierno, eso es, porque el calor sólo hace crecer a medida que van llegando los invitados. Está agotado de estrechar manos sudorosas, de inclinar la cabeza ante damas flácidas que siguen portando el título como si eso fuese suficiente para ganar su simpatía. Quiere irse, largarse de allí y dejar de hacer el imbécil.

Pero no pude. Sabe que ni puede ni debe. Es conveniente que esté allí, que sonría como un bendito y que se haga tantas fotos como le pidan. Siente la mirada de su madre taladrándole la nuca, a lo lejos. Por eso continúa con los hombros erguidos, poniendo buena cara y paseándose por el salón como si le interesase mucho la recepción que está teniendo lugar. Fuera, detrás de los enormes ventanales que forman esa jaula de color pastel, sopla un viento fresco que promete libertades, al tiempo que hace bailar las hojas de los árboles. Con un gesto de cabeza se disculpa, y abandona la conversación que dos duques de quién sabe donde mantenían en su presencia, fingiendo que él formaba parte de la charla.

Puede verla a lo lejos, en la mesa que ha dispuesto el club para los más jóvenes, creyéndose innovadores y modernos con ese ultraje al protocolo. Guarda las manos en los bolsillos y arrastra los pies en su dirección, con una sonrisa ladeada. La música ha comenzado a sonar, y aunque la orquesta no es mala, no parece tener un repertorio muy extenso. Alarga la mano en dirección a la chica. —Alteza, ¿un baile?— Pregunta, con una expresión cortés que oculta un trasfondo divertido. No sólo su madre los mira; los fotógrafos invitados están vueltos hacia ellos.

Sus ojos azules estaban fijos en el su copa; y permanecían impasibles, fríos, sin una pizca de entretenimiento o diversión. Aquello apestaba; apestaba tanto que tenía que esforzarse para guardar la compostura y no salir corriendo hacia la puerta de salida.

Sus dedos tamboriteaban sobre la mesa, al ritmo de la música, presos en de una sintonía extremadamente repetitiva. También escuchaba el sonido de los tacones; tacones que chocaban contra el suelo, personas que se amontonaban en la pista de baile y un aire que cada vez se respiraba más pesado. Suspiró, tomando la copa que tenía delante y llevándosela a los labios, vaciando el contenido burbujeante en su garganta. Ojalá pudiera quitarse los tacones y huir, ojalá pudiera marcharse lejos y no mirar atrás. Ojalá pudiera limpiarse el maquillaje y que, con él, se cayera aquella estúpida fachada.

No era un simple deseo. No era un capricho más.
Aquello, de vez en cuando, se convertía en mera necesidad.

El sonido de un flash la sacó de su ensimismamiento y, no mucho después, una voz. Aquella voz que le provocaba arcadas. Fingiendo la mayor de sus sonrisas, dirigió su mirada hacia él. Y le miró, con con cierto odio —odio que gritaba auxilio— dibujado en sus ojos. — Por supuesto —murmuró, tomando su mano y levantándose de la silla, dejando su vestido en todo esplendor. No le hizo falta asegurarse de que todas las miradas estarían sobre ellos aquella noche, porque ya lo sabía; sabía que cada momento, cada movimiento, cada sonrisa, sería fotografiado. Todo. Y, por eso, debía de ser perfecto.
Una vez en la pista, colocó su mano en el hombro de él, no pudiendo evitar clavar sus ojos en los suyos — Espero salir guapa —dijo, con una sonrisa completamente irónica—. Si no, todo esto no habrá servido para nada.

Desde luego, la respuesta es afirmativa. Como debe ser. Ni siquiera Saéla y su egocentrismo pueden ser tan estúpidos como para rechazar al heredero. Estúpido, sí, sería ese acto; pues con él solo conseguiría enfadar -aún más- a sus padres. A parte de quedar mal ante el Reino Unido, país que la está acogiendo con toda cortesía. Y así de cortés es él, con su sonrisa triunfadora, mientras deja caer una mano en la alta cintura de la chica. Mantiene las distancias apropiadas entre sus cuerpos, y se limita a sonreír como un muñeco ante sus comentarios que no tienen tanta gracia como ella, ninguna.

Sabe que es del desagrado de la princesa. Lo sabe y le gusta, porque es divertido adivinar la mueca de asco enterrada tras la sonrisa falsa. Postureo real, nunca mejor dicho. Pero, al mismo modo, ella sabe que él es el único salvavidas que tiene aquel día -y tantos otros-, sentimiento que a James cada vez le parece un poco más recíproco. —No te preocupes, nadie se dará cuenta si sales mal.— Llamarla fea dirctamente hubiese sido estúpido, a parte de infructífero. Ambos son conscientes de que no lo es, ella más que él probablemente. —Nadie va a mirarte si salgo yo en la foto.— Lo dice con la misma naturalidad y seguridad con la que sus pies se mueven al ritmo de la música. —A mi me servirá de todos modos, mira qué contenta está mi madre.— Él no la ve, pero lo siente. Siente la mirada de aprobación en la nuca. Incluso puede imaginarla asintiendo levemente con la cabeza.

La música aburrida, el baile aburrido, y tener que sujetarla comos si bailase con una escoba lo es aún más. Saéla es una buena bailarina, y Jem ríe entre dientes al imaginar las caras de los invitados si la música cambiase y ella empezase a mover las caderas allí en medio. —El vino es un asco, toda esta fiesta es un asco.— como si no fuera evidente. —Si no tuviésemos todas las miradas encima, podríamos largarnos y hacer algo interesante, Reina de las Nieves.— Chasquea la lengua.

Le tenía asco, sí; mucho más de lo que en miles de cabezas entraría. Pero era un príncipe, y también el futuro heredero. Puede que aquello fuera solo una farsa que, entre ambos, habían decidido; puede que sólo fuera una mentira, pero aunque le costara años, debía admitir que aquello le entretenía. Le gustaba aquella forma que tenía de mirarla cuando ella le soltaba una pijería, y también sus aires de grandeza, que sólo podían acabar en puras réplicas por parte de ella.


— Tengo mis propios fans, ¿sabes? Cosa de la que tú, principito, no puedes presumir —o igual sí que podía; pero, si lo hacía, ella lo haría más—. Tu madre está contenta porque me adora, ¿no lo ves? Guapa, inteligente, rica... Además, bailo bien —murmuró, esbozando una pequeña sonrisa. ¿Y su madre? ¿Estaría ella contenta? Porque jamás parecería estarlo. Lo hacía lo mejor que podía, incluso estaba soportando vivir en una ciudad que odiaba. Todo por una simple aceptación; la aceptación de la cabecilla de una familia rota. Su madre, reina de las apariencias, pretendía que ella fuera real. Sacudió la cabeza—. Algo que tú no haces.

Sus palabras no hicieron otra cosa que aumentar sus ansias; sus ansias por desaparecer, por salir, por correr. Por respirar. Le miró, frunciendo el ceño disimuladamente. — Bailar contigo es un asco —resaltó, por si no había quedado claro antes. Su mente divagó, imaginándose fuera de todo aquello. Ni siquiera haría que falta que fueran muy lejos, o igual sí; daba igual, para ella, con perder de vista a las cámaras le servía—. Podemos irnos; quiero decir, si te empeñas... —porque no, ella no le dejaría saber que, al igual que él, daría sus tacones más preciados por libertad—. Si nos vamos, tampoco pensarán nada malo. Será un simple paseo.

Pero si era un paseo, que fuera lejos de aquello.

No entiende cómo cabe más gente en la sala, a parte de ellos dos. ¿No es que sus egos lo llenan todo? En realidad, Jem está cansado de oír a Demian repetir que un rey debe ser cercano, humilde, conciliador. Pero al muchacho se le hace muy difícil estando con aquella chica. En realidad, es admirable que ella intente quedarle por encima, cuando está claro que están a años luz. En unos años, él será rey. Y ella... ella seguirá vendiendo su alma por seguidores en instagram. Baja la cabeza, sonriendo ante su propia pequeña crueldad. Son el tipo de cosas que sólo piensa cuando está con ella, intentando no escupírselas en la cara para bajarle los humos. Finalmente, suspira, alza el rostro y hace girar a la chica. Con media sonrisa, victoriosa siempre, la mira a los ojos. —¿Quién necesita fans cuando va a tener súbditos?— retórica que acompaña de un guiño. Un guiño que derretiría a cualquiera... menos a ella, que está hecha de indestructible hielo nórdico.

Gira sobre sus pies, abriéndose paso facilmente entre las parejas que comienzan a animarse y rondan por la pista. —Mi madre estaría contenta si bailase con cualquier chica de aquí. De hecho, lo estaría un poco más si lo hiciera con cualquier otra, pero no va a pedirle peras al olmo.— Se esfuerza por no girarse a mirarla, por no darle la satisfacción de creer que busca su aprobación. No la necesita, o eso dice él. —Hay chicas que van a heredar reinios, Éla, no te emoiones.— Incluso se asombra de su propia prepotencia; hace menos de dos años él estaba en la misma situación que ella ahora.

Se echa a reír cuando ella insulta sus dotes como bailarín. Lleva toda su vida ensayano y, por más que u abuela halague su porte elegante, se siente un ciervo reciñen nacido. Cree que tiene las piernas demasiado largas; en realidad, él es demasiado largo. Es superior en estatura a cualquier varón de aquella sala, y a veces le parece que sus extremidades terminarán haciendo un nudo. Vuelven a girar. Ella puede intentar ocultarlo, pero Jem sabe que está deseando salir de allí. Se muere de ganas por maquinar una excusa que los ponga lejos de esos ojos de inmediato, pero se contiene. Solo un poco. Le apetece más la idea de eternizar un poco el sufrimiento de la princesa. —Es irónico, porque están pasando cosas mucho más interesante en esta sala.— Con un par de pasos a la derecha, se coloca junto a otra pareja de bailarines. —El marqués de Exeter tiene pintalabios rojo en el cuello de la camisa.— Le da una vuelta a la chica, para que se fije. —Su esposa lo lleva marrón.— Susurra, porque se acercan un poco más. —Ha salido de la sala hace cuarenta minutos y no lo tenía. Detrás suya, se ha marchado la baronesa Churston. Ambos han vuelto justo antes de que te sacase a bailar.— Por un segundo, se siente el detective Poirot. Pero siempre ha sido bueno fijándose en los detalles. —Mira sus labios. Qué casualidad.— Rie entre dientes, alejándose de los susodichos.